La sociedad victoriana, comprendida en el siglo XIX, se caracterizó por ser extremadamente pudorosa. La reina Victoria se encargó de establecer estrictos valores morales, y gracias al Imperio Británico estos se expandieron por casi todo el mundo.
Para ese entonces, el cuerpo femenino no podía ser mostrado en público a no ser que llevara tres capas de ropa. Es por eso que cuando la natación recreativa se puso de moda en el siglo XIX, muchos conservadores se escandalizaron.
Sin embargo, pronto se ideó una solución para preservar el pudor y la honra femenina en las playas: las llamadas “máquinas de baño”.
Estas consistían en una recámara de madera con ruedas donde los hombres y mujeres se podían cambiar de ropa en la más estricta intimidad.
Cada máquina podía ser acarreada por un caballo o trabajadores, y dejada en el lugar que el cliente estimase conveniente. Algunos preferían bañarse en la orilla, mientras que a otros les gustaba instalarse bien entrado el mar.
No existía la posibilidad de que las mujeres caminaran por la playa luciendo su traje de baño. Después de cambiarse de ropa, eran transportadas dentro de la máquina hasta el agua. Una vez allí, podían descender y disfrutar del mar.
Los años pasaron, la sociedad comenzó a abrir su mente y las máquinas de baño se hicieron menos populares. Cada vez fue menos estricto su uso, y al tiempo se vio a algunas sin ruedas e instaladas de manera fija como camarines.